martes, 3 de febrero de 2009

Hacia el Sur

Decidí salir a caminar después de comer. Pensé que un poco de aire me iba a hacer bien. Llegué a la esquina, esquivando soretes y baldosas rotas, y escuché el chirrido de los neumáticos. Venía huyendo de algo, haciendo zigzag entre los colectivos, el 150 y el 84 quedaron atónitos por su velocidad y su destreza. Me apuntó directamente, venía a unos 150 km por hora y mordió el cordón. Quedó haciendo equilibrio en dos ruedas, y así se me vino tan cerca que si no me corro me aplasta.
Su ímpetu motorizada se detuvo, justo adelante mío, y pude verle el rostro, agitado entre la maraña de pelo, que me preguntaba “¿Para qué lado es Juan B. Justo?”.
Me quedé medio mudo, todavía con el corazón en la boca por lo cerca que había pasado la muerte, y en parte, también, por que no tenía idea de para qué lado era Juan B. Justo.
Ensayé unas indicaciones “Tiene que seguir derecho veinte cuadras, después doblar para allá, hasta que se cruce con un cartel torcido. Ahí dobla para el otro lado hasta ver un perro marrón con manchas violetas. Pregúntele al perro cuánto está el kilo de tomates y cuando…”, “¡No, no!, me perdí, no tengo tiempo. ¡SUBA!” me increpó. Siempre tuve respeto por las mujeres fuertes y, aunque no me sentía bien, traté de abrir la puerta del acompañante. No abría, como siempre. Cuando empezó a arrancar, di un salto por sobre el techo descapotable y caí, cómodamente en el mullido asiento de leopardo. Pareció olvidarse de Juan B. Justo, enfiló hasta la 9 de Julio y pusimos proa al Sur.
En el camino recordé que un poco alérgico a los gatos siempre fui y aunque la piel del asiento era sintética, el cosquilleo del estornudo me subió hasta la nariz. Logré contenerlo, por respeto a mi acompañante, aunque es algo que suelo hacer y en lo cual me enorgullece tener cierta práctica. Pero a ella no le pareció educado, me miró y antes de que pudiera decir nada para justificarme me disparó “Está un poco amarillo usted, ¿se siente bien?”. “Sí, no, mas o menos. Debió ser algo en la tarta de atún, me pateó el hígado…”, insistí, por ocultar otras cosas. “No, usted no está bien. Por el efecto nocivo que ocasiona reprimir las emociones, como las necesidades físicas, se recomienda que no se limiten acciones como toser, estornudar o evacuar gases.”
Quedé atónito, pensé en lo grosero que se podría ser con esta mujer y dije “Yo no reprimo mis emociones”. Se crispó, “Claro que las reprime, ¿por qué cree que está amarillo?”. “Ya le dije, fue la tarta de atún, debió tener algo. Es secuestro esplénico. Nada más…”
Me miró incrédula. “Si quiere lo puedo ayudar, conozco técnicas muy prácticas” dijo afilándose la uña del meñique. “No, de veras estoy bien.” “Mentira, muéstreme su nariz.” “¡No!, ¿qué me quiere hacer?” “Lo quiero ayudar, nada más, mejor que no se resista porque si no le va a doler más.”
No puedo resistirme a una mujer que me pide que no me resista, así que no lo hice. Soltó el volante sin dejar de acelerar y, tomándome del mentón con la derecha, me metió el meñique por la nariz hasta el nudillo. Mientras hacía esto me decía “Este tratamiento ayudará a liberar las tensiones acumuladas en este lugar. Usted debe saber que la nariz es la puerta del cerebro y la conciencia”. Le dije que no lo sabía con voz nasal, mientras sentía cosquillas en el lóbulo frontal derecho.
Pasados unos minutos del procedimiento, extrajo su dedo de las profundidades de mi cráneo y, segundos después, solté el estornudo emocional más grande que jamás haya soltado. Lamentablemente no pude llegar a percibir su contenido, aunque me pareció que ella sí lo hizo.
Me sonrió y dijo “Ahora relájese, empiece a notar los movimientos de los pensamientos, deseos y emociones. Desde el banco de la conciencia observe la actividad del río de pensamientos. No trate de detener, cambiar o juzgar esta experiencia. Por medio de esta observación interna, usted se está limpiando de distracciones; está llegando al comienzo de una transformación radical”.
Ciertamente, algo del orden de las transformaciones funcionó en ese momento. Creo que lo amarillo se me fue y por la mirada que percibí en sus ojos me di cuenta de que había estornudado algo importante. Empecé a sentirme mejor justo cuando llegábamos a Hudson. Comprendí que estaba muy cerca, pero enseguida me di cuenta de que tenía que volver, la hora de almuerzo estaba tocando su fin. Me bajé de un salto y le dediqué un último estornudo. “Gracias por el tratamiento, era escéptico pero... parece que funcionó.” “Por nada señor, ¿ahora me puede decir para dónde queda Juan B. Justo?” “No. No tengo idea.” contesté.