jueves, 28 de octubre de 2010

Ramiro Manfredi y el jazz celestial

A Ramiro Manfredi se le podía objetar, como apasionado lector que era, el error de dar crédito absoluto a los libros de tapa dura. Esta fue, sin duda, la causa de su perdición. Esta y la otra, la casualidad, que siempre mete la mano donde nadie la llama.
Claro, no fue casualidad que el tío de Ramiro hubiera muerto, no hay casualidad alguna en tres atados de cigarrillos por día, pero sí la hay en el nefasto curiosear de Ramiro en la sección prohibida de la biblioteca del finado. Dicha sección fue descubierta por el pobre infeliz el verano del 82, cuando contaba doce años, mientras buscaba un bolón rebelde que había ido a parar tras las cortinas púrpuras que separaban la biblioteca de la sala principal. La sección oculta, que de oculta solo tenía el nombre, ostentaba calaveras y guadañas en los lomos, grandes caracteres dorados sobre cuero negro e hilitos escarlata desprendidos de la encuadernación que la bullente imaginación de Ramirito identificó al instante con hebras de sangre. El tío Manfredi, con un grito en la garganta y tres cigarrillos en la mano, interrumpió el descubrimiento de su sobrino. De esta manera Ramiro quedó vedado de la biblioteca de su tío lo que significó un importante trauma que afloró con prohibiciones posteriores tanto menos honrosas, que más vale callar. En todo caso, Ramiro cambió las bolitas por los libros pero nunca encontró volúmenes como aquellos vistos antaño en la biblioteca de su tío.
Si Ramiro esperaba con ansias la muerte del viejo Manfredi solo él lo sabía. Lo cierto es que cuando finalmente la parca se cobró la cita por tanto tiempo demorada, toda la familia lloró a moco tendido excepto él, que esbozó una sonrisa giocondesca y abandonó el velatorio antes de tiempo para, según dicen, llegar primero a la casa del homenajeado. Habrá sido grande la sorpresa que se llevó cuando al cruzar la cortina púrpura advirtió que, en lugar de los esqueletos y demás imágenes necróticas, se encontraban sendos volúmenes de novelas de aventuras.
Ahora bien, no es que el tío desconfiara de Ramiro, pero inmediatamente después del evento del bolón rebelde, decidió trasladar la sección completa a un lugar más seguro. Pero he aquí que la casualidad quiso que faltando apenas un libro en el estante superior para terminar la operación, el jefe de los bomberos voluntarios de Valentín Alsina (qué hacia en pleno Palermo solo Dios lo sabe) tocara el timbre para vender una rifa a favor del cuartel. Como se puede suponer, el tío Manfredi no era muy afecto a esa gente que piensa que fumar en la cama es peligroso así que era de esperar la discusión desencadenada, el acaloramiento y el consiguiente olvido del último libro en el último estante, que ahora estaba a punto de caer en la cabeza de Ramiro por los furibundos golpes que éste le propinaba a la biblioteca. En efecto, el libro cayó sobre la crisma indefensa de Ramiro, abriéndole un lindo surco. Ramiro pensó, entre el aturdimiento y la sangre, que un libro con una tapa más dura que su cabeza tenía que contener una importante serie de verdades universales y en seguida lo adoptó para sí, relegando sus otras lecturas al nivel de pisapapeles. Así fue como se le metió en la cabeza, leyendo el apartado “Sobre el juicio final”, la idea de que el fin del mundo no sólo estaba cerca sino que estaba retrasado unos treinta años. Lo que sólo significaba que de un momento al otro llovería fuego del cielo y los ejércitos celestiales, acompañados por el trinar de trompetas, llegarían para ajusticiar a los pecadores.
“Paranoico” fue el juicio más difundido entre sus amigos y familiares, que ya eran pocos antes de la muerte de su tío y después sólo disminuyeron. Juicio no del todo errado puesto que Ramiro temblaba cada vez que el cielo se nublaba como señal de la oscuridad venidera. Por otra parte, el hecho de que su oficina fuera la numero 6 del sexto piso de un edificio en Suipacha al 600 lo llevó a renunciar a su trabajo y dedicar todo su tiempo al culto de Jesús. Así, Ramiro terminó recluido en su monoambiente luego de comprar todas las imágenes que consiguió en la santería, incluidos unos cuadros holográficos de pésimo gusto que, dependiendo del ángulo de visión, mostraban al niño en brazos de su madre o a un treintañero barbudo encontrado culpable de sacrilegio.
Así transcurrió su vida durante un par de años hasta las pascuas del 2003, cuando el crupier del destino volvió por más y dispuso que el consorcio decidiera repintar todos los paliers, que los hermanos Verga hicieran frente a la crisis trabajando los feriados y, no menos importante, que un fanático de Coltrane encontrara departamento. A esta altura Ramiro respetaba todas las fiestas de guardar, quizás fue una sobredosis de merluza o la renuncia al chocolate en forma de huevo lo que aguzó sus sentidos pero, sin importar la razón, ese fin de semana comenzó su calvario.
La mañana del jueves, mientras desayunaba su té con tostadas, escuchó un rumor detrás de la pared y al rato vio que los cuadros del sagrado corazón que había colgado empezaban a temblar. Con restos de tostada aun en la boca, se hincó con los dedos entrecruzados y rezó todas las oraciones que sabía. El temblor y los ruidos cesaron y el resto del día transcurrió con tranquilidad, turbado sólo por la visita de su madre. La mañana del viernes despertó por los ruidos en la escalera, ruido de metal chocando con metal. Con la boca aún reseca y algo desorientado fue al baño y al mirarse en el espejo notó con espanto la marca de un beso en su mejilla. El bullicio aumentó en el pasillo y desembocó en tres golpes a su puerta que ignoró deliberadamente con la ligera sensación de que no era lo correcto. Los pasos y el metal se alejaron como habían llegado y Ramiro recuperó la compostura. La tarde del sábado volvieron los ruidos, esta vez interrumpiendo su sesión de flagelación, que quedó en la cuenta de 99 latigazos en lugar de los 100 reglamentarios. No sólo el ruido del metal y el temblor de la pared alteraron a Ramiro, a eso se le sumó un resplandor blanco que se filtraba por debajo de la puerta. Ya completamente desesperado, Ramiro se dio cuenta de lo mal cristiano que había sido y prometió a su cielo raso que si sobrevivía ese día iría a Calcuta a emular a la tal Teresa. El sonido cesó inmediatamente y de la misma manera Ramiro acudió a la enciclopedia Salvat para ver dónde quedaba el lugar al que había prometido ir. Pero como se disuadía fácilmente ante la miseria, el impulso inicial de su promesa disminuyó hasta ser apenas una leve voluntad de ayuda, como la que sentía al ver a un anciano durmiendo en la calle o a un perro al que le falta una pata.
Lo lamentó, claro que lo lamentó, cuando temprano en la mañana del domingo comenzaron los ruidos. Todavía en la cama, abrazado a su peluche de la santísima trinidad, escuchó el ruido de metal subiendo por las escaleras, vio la luz filtrándose por debajo de la puerta y los cuadros temblar sobre la pared. Empezó a rezar, pero como el espamento no cesaba se resignó y vaya sorpresa se llevó cuando a la media hora, después de haber insultado a Cristo por no ayudarlo, el silencio se hizo dueño del domingo. En ese momento, Ramiro tuvo la primera de dos epifanías. Le llegó la iluminación, no sólo porque abrió la ventana para asomarse al cielo azul, sino también porque pudo considerar la posibilidad de haber exagerado su comportamiento. Habiendo superado así su etapa misticista, mientras saboreaba la brisa dominguera y vislumbraba las posibilidades de un futuro prometedor, escuchó el sonido que tanto había temido desde que leyó aquel libro.
Nunca supo demasiado de música pero pudo distinguir claramente el sonido de las trompetas al tiempo que le parecía ver en el horizonte una nube de fuego cubriendo el cielo. Esto alcanzó para hacer resurgir con todo su poderío original el furor místico, esta vez con la culpa de haber dudado del salvador barbado, el único que podía rescatarlo de las huestes del infierno.
Sabiendo que ya nada lo salvaría y con la posibilidad a un paso, lanzó una mirada al cielo despejado para buscar la paz, pero olvidó cerrar los ojos y esta hermosa visión fue pronto suplantada por la del asfalto acercándose a 10 metros por segundo. En ese momento tuvo su segunda epifanía que consistía en un pensamiento de lo más sensato, no falto de ironía por lo que implicaba notarlo en ese preciso instante, “los ángeles no tocan jazz”.

martes, 3 de febrero de 2009

Hacia el Sur

Decidí salir a caminar después de comer. Pensé que un poco de aire me iba a hacer bien. Llegué a la esquina, esquivando soretes y baldosas rotas, y escuché el chirrido de los neumáticos. Venía huyendo de algo, haciendo zigzag entre los colectivos, el 150 y el 84 quedaron atónitos por su velocidad y su destreza. Me apuntó directamente, venía a unos 150 km por hora y mordió el cordón. Quedó haciendo equilibrio en dos ruedas, y así se me vino tan cerca que si no me corro me aplasta.
Su ímpetu motorizada se detuvo, justo adelante mío, y pude verle el rostro, agitado entre la maraña de pelo, que me preguntaba “¿Para qué lado es Juan B. Justo?”.
Me quedé medio mudo, todavía con el corazón en la boca por lo cerca que había pasado la muerte, y en parte, también, por que no tenía idea de para qué lado era Juan B. Justo.
Ensayé unas indicaciones “Tiene que seguir derecho veinte cuadras, después doblar para allá, hasta que se cruce con un cartel torcido. Ahí dobla para el otro lado hasta ver un perro marrón con manchas violetas. Pregúntele al perro cuánto está el kilo de tomates y cuando…”, “¡No, no!, me perdí, no tengo tiempo. ¡SUBA!” me increpó. Siempre tuve respeto por las mujeres fuertes y, aunque no me sentía bien, traté de abrir la puerta del acompañante. No abría, como siempre. Cuando empezó a arrancar, di un salto por sobre el techo descapotable y caí, cómodamente en el mullido asiento de leopardo. Pareció olvidarse de Juan B. Justo, enfiló hasta la 9 de Julio y pusimos proa al Sur.
En el camino recordé que un poco alérgico a los gatos siempre fui y aunque la piel del asiento era sintética, el cosquilleo del estornudo me subió hasta la nariz. Logré contenerlo, por respeto a mi acompañante, aunque es algo que suelo hacer y en lo cual me enorgullece tener cierta práctica. Pero a ella no le pareció educado, me miró y antes de que pudiera decir nada para justificarme me disparó “Está un poco amarillo usted, ¿se siente bien?”. “Sí, no, mas o menos. Debió ser algo en la tarta de atún, me pateó el hígado…”, insistí, por ocultar otras cosas. “No, usted no está bien. Por el efecto nocivo que ocasiona reprimir las emociones, como las necesidades físicas, se recomienda que no se limiten acciones como toser, estornudar o evacuar gases.”
Quedé atónito, pensé en lo grosero que se podría ser con esta mujer y dije “Yo no reprimo mis emociones”. Se crispó, “Claro que las reprime, ¿por qué cree que está amarillo?”. “Ya le dije, fue la tarta de atún, debió tener algo. Es secuestro esplénico. Nada más…”
Me miró incrédula. “Si quiere lo puedo ayudar, conozco técnicas muy prácticas” dijo afilándose la uña del meñique. “No, de veras estoy bien.” “Mentira, muéstreme su nariz.” “¡No!, ¿qué me quiere hacer?” “Lo quiero ayudar, nada más, mejor que no se resista porque si no le va a doler más.”
No puedo resistirme a una mujer que me pide que no me resista, así que no lo hice. Soltó el volante sin dejar de acelerar y, tomándome del mentón con la derecha, me metió el meñique por la nariz hasta el nudillo. Mientras hacía esto me decía “Este tratamiento ayudará a liberar las tensiones acumuladas en este lugar. Usted debe saber que la nariz es la puerta del cerebro y la conciencia”. Le dije que no lo sabía con voz nasal, mientras sentía cosquillas en el lóbulo frontal derecho.
Pasados unos minutos del procedimiento, extrajo su dedo de las profundidades de mi cráneo y, segundos después, solté el estornudo emocional más grande que jamás haya soltado. Lamentablemente no pude llegar a percibir su contenido, aunque me pareció que ella sí lo hizo.
Me sonrió y dijo “Ahora relájese, empiece a notar los movimientos de los pensamientos, deseos y emociones. Desde el banco de la conciencia observe la actividad del río de pensamientos. No trate de detener, cambiar o juzgar esta experiencia. Por medio de esta observación interna, usted se está limpiando de distracciones; está llegando al comienzo de una transformación radical”.
Ciertamente, algo del orden de las transformaciones funcionó en ese momento. Creo que lo amarillo se me fue y por la mirada que percibí en sus ojos me di cuenta de que había estornudado algo importante. Empecé a sentirme mejor justo cuando llegábamos a Hudson. Comprendí que estaba muy cerca, pero enseguida me di cuenta de que tenía que volver, la hora de almuerzo estaba tocando su fin. Me bajé de un salto y le dediqué un último estornudo. “Gracias por el tratamiento, era escéptico pero... parece que funcionó.” “Por nada señor, ¿ahora me puede decir para dónde queda Juan B. Justo?” “No. No tengo idea.” contesté.

lunes, 14 de julio de 2008

Lunch Break

El humo de su cigarrillo parecía detener el natural fluir del tiempo y del espacio. Acodada en la barra, me había estado mirando desde que me senté a almorzar, aunque yo no lo percibí hasta pasada media hora. Al principio me incomodó, fingí no verla, concentrandome en el plato de ravioles de verdura y levantando un ojo de tanto en tanto, para asegurarme de que seguía ahí. Luego de un rato empecé a ilusionarme con las razones de su mirada. Como de costumbre, no actué en consecuencia y tampoco ella.
En toda la hora no se movió, apenas me pareció ver que respiraba. Cuando terminé le hice una seña, como una firmita en el aire, pero no asintió, simplemente se quedó mirándome. Insistí parándome a medias. Ella, impavida, seguía en su actitud como si nada, con el cigarrillo inmóvil quemándose entre los dedos.
Me cansé, parándome de manera brusca. Con el golpe de mi cadera en la mesa los ravioles que habían quedado chapotearon en la salsa. Desde atrás vino otra camarera, vestida diferente que la de la barra, parecía que el uniforme no era tan importante.
Me miró algo extrañada, a esa altura yo estaba podrido de las miradas raras y de la mala atención. Terminé desquitándome con la nueva camarera, largándole una serie de improperios que no estoy en condiciones de reproducir.
Me fuí ofuscado, mirando fijamente a la mujer de la barra. Pero ella, que tan interesada parecía un instante atras, no me siguió con la mirada, sino que la dejó clavada en el lugar donde yo había estado sentado.
A medida que avanzaba hacia la puerta me pareció que se volvía menos tridimensional y un poco más chata. Saliendo, me percaté de que no estaba acodada a la barra, en realidad, estaba pegada a la pared.

viernes, 21 de diciembre de 2007

Cándido Cortés

Cándido Cortés había pasado siete años de los treinta y siete que llevaba vividos trabajando en el área de programación de una cadena de comida rápida. En cierta ocasión, que casualmente coincidió con el día de su liberación mental, cansado de introducir los habituales
"Que lo disfrute" "Bienvenido, ¿en qué puedo ayudarlo?" y "Por cincuenta centavos puede VM agrandar sus papas fritas" en los dóciles cerebros de niñas atrapadas entre los quince y los veinte, decidió cambiar las frases del día.
Así fue como aquel domingo las familias funcionales que salían del cine preparados para su nutritiva ingesta se encontraron con propuestas tales como "¿Desea agregar libertad de expresión a su combo?", "Cuidado con la sombra de la bota de siete leguas que se cierne sobre nuestras cabezas", sin olvidar el "Think for yourself", un preferido de Candido, cuyo beatle favorito siempre había sido George. El evento, infortunado para algunos, llamó a la rápida accion de los altos directivos de la cadena que contestaron a la situación crítica con la respuesta acostumbrada y aprendida hasta el cansancio en la academia para negocios de altos directivos: "Está despedido". Las cajeras fueron formateadas y restituidas a sus líneas originales aun antes de que Cándido pudiera juntar sus pertenencias y abandonar el lugar para mudarse a la tranquila localidad de Chascomus donde vivió hasta el fin de sus dias leyendo copiosos volúmenes de temas prohibidos y diciendose a sí mismo "Yo vencí el sistema".

viernes, 10 de agosto de 2007

Lámpara Giratoria

Si un día de moderado calor, ese que nos pesa en la frente pero que brinda piedad a la sombra, ese calor que humedece un tanto nuestra ropa si nos atrevemos a realizar algún esfuerzo físico; si un día de tal calor caminás por Callao en dirección a Libertador partiendo de Corrientes y al llegar a Las Heras doblás a la derecha, podés encontrar, bajo un toldo verde, la entrada al único bar de la ciudad que es poseedor de la última lámpara giratoria en actual existencia.

Raza extinguida hace tiempo, las lámparas giratorias pueden ser de lo más variadas en su aspecto, pero todas comparten dos características inconfundibles: su pantalla gira sin control aparente y tienen la capacidad de capturar la imaginación de quienes las saben apreciar.

Por caso, puede pensarse que se está en un punto cósmico de inestabilidad láctea precisamente determinado en las coordenadas interestelares X e Y, latitud 478 grados Oeste, longitud -047 grados Sur, conocido en el exclusivo ambiente de la física quántica como punto de indecisión física orientativa que condena a los objetos a girar sobre el eje no-imaginario gamma, indefinidamente y hasta la eternidad perpetua.

Esto no descarta la interpretación de ciertos eruditos de la antroscopía física-non-física, que opinan que las fuerzas espirituales inmanentes de los Trogloditos (microorganismos moradores entre los diminutos vellos de las moléculas de aire) giran en derredor de la luz exigua de las lámparas imprimiendo con su juego un giro descontrolado en las mismas.

Interpretaciones menos populares arriesgan que las fibras vivas de las pantallas se estremecen ante la presencia de los fototrones que la belleza femenina suele irradiar. La ecuación se completa con la vibración pensatudinal de cierta obsesión masculina por dicha belleza, lo que da como resultado, según esta interpretación, que el hábitat natural de las lámparas giratorias sea un sitio en general propicio para los enamoramientos efímeros y otros encuentros amorosos entre personas hasta el momento separadas por el desconocimiento mutuo.

Más allá de estas interpretaciones, todas válidas en su campo, la última lámpara giratoria que se puede encontrar en Buenos Aires debe su particularidad al aire acondicionado que la empuja a girar sin límite, más que el apagado de dicho aparato, que suele hacernos la vida más fácil en días de moderado calor.